1 Juan

1 JUAN

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CARTAS DE SAN JUAN

Nota introductoria

Las tres Cartas que llevan el nombre de San Juan –una más general, importantísima, y las otras muy breves– han sido escritas por el mismo autor del cuarto Evangelio (véase su nota introductoria). Éste es, dice el Oficio de San Juan, aquel discípulo que Jesús amaba (Jn. 21, 7) y al que fueron revelados los secretos del cielo; aquel que se reclinó en la Cena sobre el pecho del Señor (Jn. 21, 20) y que allí bebió, en la fuente del sagrado Pecho, raudales de sabiduría que encerró en su Evangelio.

La primera Epístola carece de encabezamiento, lo que dio lugar a que algunos dudasen de su autenticidad. Mas, a pesar de faltar el nombre del autor, existe una unánime y constante tradición en el sentido de que esta Carta incomparablemente sublime ha de atribuirse, como las dos que le siguen y el Apocalipsis, al Apóstol San Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, y así lo confirmó el Concilio Tridentino al señalar el canon de las Sagradas Escrituras. La falta de título al comienzo y de saludo al final se explicaría, según la opinión común, por su íntima relación con el cuarto Evangelio, al cual sirve de introducción (cf. 1, 3), y también de corolario, pues se ha dicho con razón que si el Evangelio de San Juan nos hace franquear los umbrales de la casa del Padre, esta Epístola íntimamente familiar hace que nos sintamos allí como “hijitos” en la propia casa.

Según lo dicho se calcula que data de fines del primer siglo y se la considera dirigida, como el Apocalipsis, a las iglesias del Asia pro-consular –y no sólo a aquellas siete del Apocalipsis (cf. 1, 4 y nota)– de las cuales, aunque no eran fundadas por él se habría hecho cargo el Apóstol después de su destierro en Patmos, donde escribiera su gran visión profética. El motivo de esta Carta fue adoctrinar a los fieles en los secretos de la vida espiritual para prevenirlos principalmente contra el pregnosticismo y los avances de los nicolaítas que contaminaban la viña de Cristo. Y así la ocasión de escribirla fue probablemente la que el mismo autor señala en 2, 18 s., como sucedió también can la de Judas (Judas 3 s.).

Veríamos así a Juan, aunque “Apóstol de la circuncisión” (Ga. 2, 9), instalado en Éfeso y aleccionando –treinta años después del Apóstol de los Gentiles y casi otro tanto después de la destrucción de Jerusalén– no sólo a los cristianos de origen israelita sino también a aquellos mismos gentiles a quienes San Pablo había escrito las más altas Epístolas de su cautividad en Roma. Pablo señalaba la posición doctrinal de hijos del Padre. Juan les muestra la íntima vida espiritual como tales.

No se nota en la Epístola división marcada; pero sí como en el Evangelio de San Juan, las grandes ideas directrices: “luz, vida y amor”, presentadas una y otra vez bajo los más nuevos y ricos aspectos, constituyendo sin duda el documento más alto de espiritualidad sobrenatural que ha sido dado a los hombres. Insiste sobre la divinidad de Jesucristo como Hijo del Padre y sobre la realidad de la Redención y de la Parusía, atacada por los herejes. Previene además contra esos “anticristos” e inculca de una manera singular la distinción entre las divinas Personas, la filiación divina del creyente, la vida de fe y confianza fundada en el amor con que Dios nos ama, y la caridad fraterna como inseparable del amor de Dios.

En las otras dos Epístolas San Juan se llama a sí mismo “el anciano” (en griego presbítero), título que se da también San Pedro haciéndolo extensivo a los jefes de las comunidades cristianas (1 Pe. 5, 1) y que se daba sin duda a los apóstoles, según lo hace presumir la declaración de Papías, obispo de Hierápolis, al referir cómo él se había informado de lo que habían dicho “los ancianos Andrés, Pedro, Felipe, Tomás, Juan”. El padre Bonsirven, que trae estos datos, nos dice también que las dudas sobre la autenticidad de estas dos Cartas de San Juan “comenzaron a suscitarse a fines del siglo II cuando diversos autores se pusieron a condenar el milenarismo; descubriendo milenarismo en el Apocalipsis, se resistían a atribuirlo al Apóstol Juan y lo declararon, en consecuencia, obra de ese presbítero Juan de que habla Papías, y así, por contragolpe, el presbítero Juan fue puesto por varios en posesión de las dos pequeñas Epístolas”. Pirot anota asimismo que “para poder negar al Apocalipsis la autenticidad joanea, Dionisio de Alejandría la niega también a nuestras dos pequeñas cartas”. La Epístola segunda va dirigida “a la señora Electa y a sus hijos”, es decir, según lo entienden los citados y otros comentadores modernos, a una comunidad o Iglesia y no a una dama (cf. Jn. 1, 13 y notas), a las cuales, por lo demás, en el lenguaje cristiano no se solía llamarlas señoras (Ef. Sal. 22 ss.; cf. Jn. 2, 4; 19, 26).

La tercera Carta es más de carácter personal, pero en ambas nos muestra el santo apóstol, como en la primera, tanto la importancia y valor del amor fraterno –que constituían, según una conocida tradición, el tema permanente de sus exhortaciones hasta su más avanzada ancianidad– cuanto la necesidad de atenerse a las primitivas enseñanzas para defenderse contra todos los que querían ir “más allá” de las Palabras de Jesucristo (2 Jn. 9), ya sea añadiéndoles o quitándoles algo (Ap. 22, 18), ya queriendo obsequiar a Dios de otro modo que como Él había enseñado (cf. Sb. 9, 10; Is. 1, 11 ss.), ya abusando del cargo pastoral en provecho propio como Diótrefes (3 Jn. 9). Pirot hace notar que “el Apocalipsis denunciaba la presencia en Pérgamo de nicolaítas contra los cuales la resistencia era peligrosamente insuficiente (Ap. 2, 14-16)” por lo cual, dado que las Constituciones Apostólicas mencionan a Gayo el destinatario de esta Carta, al frente de dicha iglesia (como a Demetrio en la de Filadelfia), sería procedente suponer que aquélla fuese la iglesia confiada a Diótrefes y que éste hubiese sido reemplazado poco más tarde por aquel fiel amigo de Juan.

PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN JUAN

1 Juan 1

Prólogo.

1 Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y lo que han palpado nuestras manos, tocante al Verbo de vida [12659] ,

2 pues la vida se ha manifestado y la hemos visto, y (de ella) damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna, la misma que estaba con el Padre, y se dejó ver de nosotros,

3 esto que hemos visto y oído es lo que os anunciamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros y nuestra comunión sea con el Padre y con el Hijo suyo Jesucristo [12660] .

4 Os escribimos esto para que vuestro gozo sea cumplido [12661] .

Nadie está sin pecado.

5 Este es el mensaje que de Él hemos oído y que os anunciamos: Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna [12662] .

6 Si decimos que tenemos comunión con Él y andamos en tinieblas, mentimos, y no obramos la verdad [12663] .

7 Pero si caminamos a la luz, como Él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado [12664] .

8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros [12665] .

9 Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados, y limpiarnos de toda iniquidad [12666] .

10 Si decimos que no hemos pecado, le declaramos a Él mentiroso, y su palabra no está en nosotros [12667] .

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1 Juan 2

Tenemos por abogado a Jesucristo.

1 Hijitos míos, esto os escribo pera que no cometáis pecado. Mas si alguno hubiere pecado, abogado tenemos ante el Padre: a Jesucristo el Justo [12668] .

2 Él mismo es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

El que conoce, ama.

3 Y en esto sabemos si le conocemos: si guardamos sus mandamientos.

4 Quien dice que le ha conocido y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él [12669] ;

5 mas quienquiera guarda su palabra, verdaderamente el amor de Dios es en él perfecto. En esto conocemos que estamos en Él.

6 Quien dice que permanece en Él debe andar de la misma manera que Él anduvo [12670] .

7 Amados, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que teníais desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído [12671] .

8 Por otra parte lo que os escribo es también un mandamiento nuevo, que se ha verificado en Él mismo y en vosotros; porque las tinieblas van pasando, y ya luce la luz verdadera.

9 Quien dice que está en la luz, y odia a su hermano, sigue hasta ahora en tinieblas,

10 El que ama a su hermano, permanece en la luz, y no hay en él tropiezo [12672] .

11 Pero el que odia a su hermano, está en las tinieblas, y camina en tinieblas, y no sabe adónde va, por cuanto las tinieblas le han cegado los ojos.

El amor del mundo.

12 Os escribo, hijitos, que vuestros, pecados os han sido perdonados por su nombre [12673] .

13 A vosotros, padres, os escribo que habéis conocido a Aquel que es desde el principio. A vosotros, jóvenes, os escribo que habéis vencido al maligno.

14 A vosotros, niños, os escribo que habéis conocido al Padre. A vosotros, padres, os escribo que habéis conocido a Aquel que es desde el principio. A vosotros, jóvenes, os escribo que, morando en vosotros la Palabra de Dios, sois fuertes y habéis vencido al Maligno.

15 No améis al mundo ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él [12674] .

16 Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo [12675] .

17 Y el mundo, con su concupiscencia, pasa [12676] , mas el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

El Anticristo.

18 Hijitos, es hora final y, según habéis oído que viene el Anticristo, así ahora muchos se han hecho anticristos, por donde conocemos que es la última hora [12677] .

19 De entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que no todos son de los nuestros.

20 Mas vosotros tenéis la unción del Santo y sabéis todo [12678] .

21 No os escribo porque ignoréis la verdad, sino porque la conocéis y porque de la verdad no procede ninguna mentira [12679] .

22 ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo que niega al Padre y al Hijo.

23 Quienquiera niega al Hijo tampoco tiene al Padre; quien confiesa al Hijo tiene también al Padre [12680] .

Permaneced firmes en la doctrina.

24 Lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros. Si en vosotros permanece lo que oísteis desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre [12681] .

25 Y ésta es la promesa que Él nos ha hecho: la vida eterna.

26 Esto os escribo respecto de los que quieren extraviaros [12682] .

27 En vosotros, empero, permanece la unción que de Él habéis recibido, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe. Mas como su unción os enseña todo, y es verdad y no mentira, permaneced en Él, como ella os ha instruido [12683] .

28 Ahora, pues, hijitos, permaneced en Él, para que cuando se manifestare tengamos confianza y no seamos avergonzados delante de Él en su Parusía.

29 Si sabéis que Él es justo, reconoced también que de Él ha nacido todo aquel que obra justicia.

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1 Juan 3

Somos hijos de Dios.

1 Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios. Y lo somos; por eso el mundo no nos conoce a nosotros, porque a Él no lo conoció [12684] .

2 Carísimos, ya somos hijos de Dios aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos. Mas sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es [12685] .

3 Entretanto quienquiera tiene en Él esta esperanza se hace puro, así como Él es puro [12686] .

4 Quienquiera obra el pecado obra también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad [12687] .

5 Y sabéis que Él se manifestó para quitar los pecados, y que en Él no hay pecado.

6 Quien permanece en Él no peca; quien peca no le ha visto ni conocido [12688] .

7 Hijitos, que nadie os engañe; el que obra la justicia es justo según es justo Él [12689] .

8 Quien comete pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto se manifestó el Hijo de Dios: para destruir las obras del diablo [12690] .

9 Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque en él permanece la simiente de Aquél y no es capaz de pecar por cuanto es nacido de Dios [12691] .

10 En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo: cualquiera que no obra justicia no es de Dios, y tampoco aquel que no ama a su hermano [12692] .

El amor fraternal.

11 Porque éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros [12693] .

12 No como Caín, que siendo del Maligno mató a su hermano. Y ¿por qué le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas [12694] .

13 No os extrañéis, hermanos, de que el mundo os odie.

14 Nosotros conocemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama se queda en la muerte [12695] .

15 Todo el que odia a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene permanente en sí vida eterna [12696] .

16 En esto hemos conocido el amor, en que Él puso su vida por nosotros; así nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos [12697] .

17 Quien tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas ¿de qué manera permanece el amor de Dios en él? [12698]

18 Hijitos, no amemos de palabra, y con la lengua, sino de obra y en verdad [12699] .

19 En esto conoceremos que somos de la verdad, y podremos tener seguridad en nuestro corazón delante de Él,

20 cualquiera sea el reproche que nos haga nuestro corazón, porque Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo [12700] .

21 Y si el corazón no nos reprocha, carísimos, tenemos plena seguridad delante de Dios [12701] ;

22 y cuanto pedimos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es agradable en su presencia.

23 Y su mandamiento es éste: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros, como Él nos mandó.

24 Quien guarda sus mandamientos habita en Dios y Dios en él; y en esto conocemos que Él mora en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado [12702] .

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1 Juan 4

Examinad los espíritus.

1 Carísimos, no creáis a todo espíritu, sino poned a prueba los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido al mundo [12703] .

2 Conoced el Espíritu de Dios en esto: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios;

3 y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del Anticristo. Habéis oído que viene ese espíritu, y ahora está ya en el mundo [12704] .

4 Vosotros, hijitos, sois de Dios, y los habéis vencido, porque el que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo.

5 Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha [12705] .

6 Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios nos escucha a nosotros; el que no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu de la verdad y el espíritu del error [12706] .

Amor por amor.

7 Carísimos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios [12707] .

8 El que no ama, no ha aprendido a conocer a Dios, porque Dios es amor [12708] .

9 Y el amor de Dios se ha manifestado en nosotros en que Dios envió al mundo su Hijo Unigénito, para que nosotros vivamos por Él [12709] .

10 En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió su Hijo como propiciación por nuestros pecados [12710] .

11 Amados, si de tal manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos mutuamente [12711] .

12 A Dios nadie lo ha visto jamás; mas si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor llega en nosotros a la perfección [12712] .

13 En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu.

14 Y nosotros vimos y testificamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo.

15 Quienquiera confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios.

16 En cuanto a nosotros, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor. Dios es amor; y el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él [12713] .

17 En esto es perfecto el amor en nosotros –de modo que tengamos confianza segura en el día del juicio– porque tal como es Él somos también nosotros en este mundo [12714] .

18 En el amor no hay temor; al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, pues el temor supone castigo. El que teme no es perfecto en el amor [12715] .

19 Nosotros amamos porque Él nos amó primero [12716] .

El amor al prójimo como fruto del amor a Dios.

20 Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien nunca ha visto.

21 Y éste es el mandamiento que tenemos de Él: que quien ama a Dios ame también a su hermano.

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1 Juan 5

La fe en Cristo vence al mundo.

1 Quienquiera cree que Jesús es el Cristo, es engendrado de Dios. Y todo el que ama al (Padre) que engendró, ama también al engendrado por Él [12717] .

2 En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: cuando amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos [12718] .

3 Porque éste es el amor de Dios: que, guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son pesados;

4 porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo; nuestra fe [12719] .

5 ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?

6 El mismo es el que vino a través de agua y de sangre: Jesucristo; no en el agua solamente, sino en el agua y en la sangre; y el Espíritu es el que da testimonio, por cuanto el Espíritu es la verdad [12720] .

7 Porque tres son los que dan testimonio [en el cielo; el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno [12721] .

8 Y tres son los que dan testimonio en la tierra]: el Espíritu, y el agua, y la sangre; y los tres concuerdan.

9 Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, porque testimonio de Dios es éste: que Él mismo testificó acerca de su Hijo [12722] .

10 Quien cree en el Hijo de Dios, tiene en sí el testimonio de Dios; quien no cree a Dios, le declara mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo.

11 Y el testimonio es éste: Dios nos ha dado vida eterna, y esa vida está en su Hijo.

12 El que tiene al Hijo tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida [12723] .

Confianza en el Padre.

13 Escribo esto a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna.

14 Y ésta es la confianza que tenemos con Él: que Él nos escucha si pedimos algo conforme a su voluntad [12724] ;

15 y si sabernos que nos escucha en cualquier cosa que le pidamos, sabemos también que ya obtuvimos todo lo que le hemos pedido.

Exhortaciones finales.

16 Si alguno vea su hermano cometer un pecado que no es para muerte, ruegue, y así dará vida a los que no pecan para muerte. Hay un pecado para muerte; por él no digo que ruegue [12725] .

17 Toda injusticia es pecado; pero hay pecado que no es para muerte.

18 Sabemos que todo el que es engendrado de Dios no peca; sino que Aquel que fue engendrado de Dios le guarda, y sobre él nada puede el Maligno.

19 Pues sabemos que nosotros somos de Dios, en tanto que el mundo entero está bajo el Maligno [12726] .

20 Y sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al (Dios) verdadero; y estamos en el verdadero, (estando) en su Hijo Jesucristo. Éste es el verdadero Dios y vida eterna [12727] .

21 Hijitos, guardaos de los ídolos [12728] .

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Comentarios de Mons. Straubinger

1 s. El Verbo de la vida es Jesucristo, que nos comunicó la vida divina. Véase el Prólogo del Evangelio de S. Juan (Jn. 1, 11), al cual esta Epístola sirve de introducción (cf. v. 3). Esa vida comenzó a manifestarse en la Encarnación en el seno virginal de María, cuando el Verbo “sin dejar de ser lo que era, empezó a ser lo que no era” (S. Agustín) y “el Hijo de Dios se hizo hombre, a fin de que los hijos de hombre puedan llegar a ser hijos de Dios” (S. León Magno).

3. Comunión: en griego koinonía (cf. Hch. 2, 42 y nota). “Esta palabra designa a la vez una posesión y un goce en común, es decir, un estado y un intercambio de acciones; una comunidad y una comunión; en una palabra, una comunidad de vida con Dios” (Cardenal Mercier). En esta vida íntima con el Padre y con su Hijo, el Espíritu Santo, lejos de estar ausente, es el que lo hace todo.

4. Vuestro gozo: algunos mss. dicen nuestro gozo. El fruto infalible de esta lectura será, pues, colmarnos de gozo. Lo mismo dice Jesús de sus Palabras en Jn. 17, 13. Cf. 2 Jn. 12.

5. La luz a que se refiere el Apóstol es sobrenatural. “Dios es espíritu” (Jn. 4, 24) y “habita en una luz inaccesible que ningún hombre ha visto” (1 Tm. 6, 16). Pero no existe nada tan real, vivo y exacto como esa imagen de la luz para hacernos comprender lo que es espiritual y divino. Lo mismo vemos por los otros términos usados por S. Juan: vida y amor. De ahí que la espiritualidad joanea, siendo la más alta, sea en realidad la más sencilla y propia para transformar las almas definitivamente (cf. 4, 16 y nota). ¡No hay tiniebla alguna! Es decir, que Dios no solamente es perfecto en Sí mismo –lo cual podría sernos inaccesible e indiferente–, sino que lo es con respecto a nosotros, no obstante nuestras miserias y precisamente a causa de ellas, pues su característica es el amor y la misericordia que busca a los necesitados (v. 8 ss.). Es, pues, un Dios como hecho de medida para los que somos miserables (cf. Lc. 1, 49 ss. y nota).

6. Véase Jn. 12, 46 y nota.

7. Cf. Hb. 9, 14; 1 Pe. 1, 19; Ap. 1, 5.

8. “Luego ¿quién podrá considerarse tan ajeno al pecado, que la justicia no tenga algo que reprocharle o la misericordia que perdonarle? De donde la regla de la sabiduría humana consiste, no en la abundancia de palabras, no en la sutileza de la discusión, no en el afán de la gloria y alabanzas, sino en la verdadera y voluntaria humildad, que nuestro Señor Jesucristo eligió y enseñó con gran valor desde el seno de su madre hasta el suplicio de la Cruz” (S. León Magno).

9. Si confesamos…: La pobre alma que ignora la gracia y no cree en la misericordia supone que salir de su estado pecaminoso es como subir a pie una montaña. No se le ocurre pensar que Dios ha imaginado todo lo más ingenioso posible para facilitar este suceso que tanto le interesa (recuérdese al Padre admirable del hijo pródigo: Lc. 15, 20 ss.), de modo tal que, apenas nos confesamos sinceramente culpables, Él nos previene con su misericordia, y lo demás corre por su cuenta, pues que es a Él a quien toca dar la gracia para la enmienda (Flp. 2, 13) y sin ella no podríamos nada (Jn. 15, 5). Un buen médico sólo necesita para sanarnos que le declaremos nuestra enfermedad. No pide que le enseñemos a curarnos. Jesús vino de parte del Padre como Médico y así se llama Él mismo expresamente (Mt. 9, 13). Es un médico que nunca está ausente para el que lo busca (Jn. 6, 38). Hagamos, pues, simplemente que Él vea bien desnuda nuestra llaga, y sepamos que lo demás lo hará Él. Cf. 3, 20 y nota. Es la doctrina del Sal. 93, 18: “Apenas pienso: «Mi pie va a resbalar» tu misericordia, Yahvé, me sostiene”. Cf. Sal. 50, 5-8 y notas. Más aún, observa Bonsirven, el mismo Jesús se hace nuestro abogado en el Santuario celestial (Hb. 7, 25). Cf. 2, 1.

10. Es la condenación del farisaísmo de los que se creen santos y justos (Lc. 18, 9 ss.) y buscan la pajita en el ojo del prójimo mientras no ven la viga en el propio (Mt. 7, 3). “Todo hombre es mentiroso” dice S. Pablo (Rm. 3, 4) con el Salmista (Sal. 115, 2), y el II Conc. Araus. definió que “ningún hombre tiene de propio más que la mentira y el pecado” (Denz. 195).

1. Obsérvese cómo la Palabra de Dios preserva del pecado. Ya lo había dicho el Espíritu Santo por la pluma del Salmista: “Dentro de mi corazón deposito tus palabras para no pecar contra Ti” (Sal. 118, 11). Jesús ha quedado constituido Mediador entre el Padre y los hombres (1 Tm. 2, 5), único que puede salvar a los que se acercan a Dios (Hch. 4, 12; Hb. 6, 20; 7, 25).

4. Sobre esta admirable doctrina de la sabiduría que santifica por el conocimiento espiritual de Dios, véase 3, 6; 4, 4 y 7-9; Jn. 17, 3 y 7; Tt. 1, 16: Sb. 7, 25, etc.

6. Obligación de imitar a Jesucristo. viva imagen del Padre. El pronombre Él con que se designa antes al padre lo emplea el Apóstol sin transición alguna para designar al Hijo.

7. “Este mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no porque hasta entonces no hubiese ley alguna, divina o natural, que prescribiese el amor entre los hombres, sino porque el modo de amarse entre los cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oido. Porque la caridad con que Jesucristo es amado de su Padre, y con la que Él ama a los hombres, ésa consiguió Él para sus discípulas y seguidores, a fin de que sean en Él un corazón y una sola alma, al modo que Él y el Padre son una sola cosa por naturaleza” (León XIII, Encíclica “Sapientiae Christianae”).

10. No hay en él tropiezo, pues con ello cumple toda la Ley, según lo enseña San Pablo en Rm. 13, 10, Cf. 3, 10 y 14.

12. La expresión afectuosa hijitos, que aparece varias veces en el curso de la Epístola, indica la colectividad entera de los cristianos. Juan los llama así porque él es su pastor y padre espiritual, y porque es la voluntad del Señor que todos los creyentes en Él nos volvamos párvulos (Mt. 18, 3),

15. S. Juan desenvuelve aquí, con toda su grave trascendencia, la terminante enseñanza de Jesús (Mt. 6, 24 y nota; cf. St. 4, 4). Sorprende que la Escritura sea siempre más severa con el mundo que con el pecador: es porque éste no presume ser bueno, mientras que aquél sí reclama una patente de honorabilidad, pues, con la habilidad consumada de su jefe (Jn. 14, 30), reviste el mal con apariencia de bien (2 Tm. 3, 5). Y aunque carece de todo espíritu sobrenatural (Jn. 14, 17; 1 Co. 2, 14), finge tenerlo (Mt. 15, 8) cultivando la gnosis (cf. 2 Jn. 9; 3 Jn. 11 y notas; Col. 2, 8) y la prudencia de la carne, que es muerte (Rm. 8, 6). Refiriéndose al v. 16 decía un predicador: “No os llamo pecadores, os llamo mundanos que es mucho peor, porque a todas las concupiscencias el mundo junta, como dice S. Juan, la soberbia que, lejos de toda contrición, está satisfecha de sí misma y aun cree merecer el elogio, que os prodigan otros tan mundanos como vosotros”.

16. La concupiscencia de la carne es la de los sentidos, que es enemiga del espíritu (Ga. 5, 16-25; 1 Co. 2, 14); la concupiscencia de los ojos: es decir, el lujo insaciable y la avaricia que es idolatría (Ef. 5, 5; Col. 3, 5), pues ponemos en las cosas el corazón, que pertenece a Dios (St. 4, 4); la soberbia de la vida, o sea, amor de los honores aquí abajo. Esta es la más perversa porque justifica las otras y ambiciona la gloria, usurpando lo que sólo a Dios corresponde (Jn. 5, 44; Sal. 148, 13 y nota),

17. Pasa: véase 1 Co. 7, 31 y nota.

18. La última hora es todo el período de la dispensación actual hasta la venida de Cristo (1 Pe. 4, 7; 1 Co. 10, 11). Para los apóstoles y los primeros cristianos comienza este tiempo o “siglo” con la Ascensión de Cristo y dura hasta “la consumación del siglo” (Mt. 28, 20; Ga. 1, 4), o sea, hasta su retorno para el juicio. El Anticristo (cf. 4, 3; 2 Jn. 7; St. 5, 3; Judas 18). Como S. Pablo (2 Ts. 2, 3), así también Juan habla del anunciado fenómeno diabólico en que el odio a Cristo y la falsificación del Mismo por su imitación aparente (2 Ts. 2, 9 s.) tomará su forma corpórea quizá en un hombre, aunque sea el exponente de todo un movimiento (Bonsirven, Pirot, etc.). Sus precursores son los falsos doctores y falsos cristianos, porque “de entre nosotros” (v. 19) “han salido al mundo” (4, 1; 5, 16), pero no en forma visible sino espiritualmente, mientras pretenden conservar la posición ortodoxa. Es lo que S. Pablo llama “el misterio de la iniquidad” que obra en este tiempo (2 Ts. 2, 6 y nota) en que la cizaña está mezclada con el trigo (Mt. 13). Véase 2 Tm. 3, 1; 2 Pe. 2, 1 ss.; 3, 3; Judas 4 s.; Ap. 2, 2 y nota. Tal es el “siglo malo” en que vivimos (Ga. 1, 4) bajo la seducción de Satanás, príncipe de este mundo (cf. Lc. 22, 31; Jn. 14, 30; 1 Pe. 5, 8; 2 Co. 2, 11; Ef. 6, 12, etc.), esperando a nuestro Libertador Jesús. Cf. Lc. 18, 8; 2 Pe. cap. 3 y notas.

20. Tenéis la unción: “Aquí y en el v. 27 esta palabra designa al Espíritu Santo que los cristianos reciben del cielo para alumbrarlos y dirigirlos. Cf. Hch. 4, 27 y 2 Co. 1, 21 donde el mismo verbo jrizein es usado en un sentido igual para Cristo que para los cristianos. Sobre este Don divino del Espíritu Santo, hecho por Dios (del Santo) a los fieles, véase también Jn. 16, 13; Rm. 8, 9 ss., etc. Y sabéis todo: La Vulgata ha seguido la mejor lección griega (panta: todo en vez de pantes: todos vosotros). El Apóstol enuncia un felicísimo efecto que produce la presencia del Espíritu de Dios… ningún error puede seducirlos si quieren ser fieles. Cf. Judas 5” (Fillion). Bonsirven y Pirot prefieren la lección sabéis todos, considerando que S. Juan quiere oponerse aquí “a las pretensiones aristocráticas de la gnosis” en favor de los iniciados en la filosofía. Cf. Lc. 10, 21.

21. De la verdad no procede ninguna mentira: esto es, no sólo puedo hablaros abiertamente, como a quienes conocen toda la verdad y no se escandalizan, sino que tampoco podemos engañar ni engañarnos con disimulos o mentiras los que estamos en la verdad. Cf. 1 Tm. 5, 20.

23. “El acto de la fe cristiana implica, como cosa correlativa, la filiación divina (cf. 3, 1) y comporta el amor a Dios, autor de esa generación espiritual. S. Juan concibe también la fe como una fe viva, animada por la caridad, y que entraña la vida de la gracia” (Bonsirven). Cf. Ef. 1, 5 y nota.

24. Desde el principio: “Se ha de mantener aquello que la iglesia recibió de los apóstoles y los apóstoles recibieron de Cristo” (Tertuliano). Cf. v. 27; 1 Tm. 6, 20 y notas.

26. “El Apóstol escribe su carta pensando en esos doctores del error” (Pirot). Cf. 2 Pe. cap. 2 y notas.

27. No es ciertamente que ahora el hombre nazca sabiendo (cf. Jr. 31, 34), sino que S. Juan se refiere a los del v. 24, que han conocido la palabra de Dios tal como la dieron los apóstoles y recibido la sabiduría del Espíritu (v. 20 s.; cf. 5, 20 y nota). S. Agustín lo explica diciendo: “He aquí, hermanos, el gran misterio que debéis considerar: el sonido de nuestras palabras golpea los oídos, pero el Maestro está adentro. No penséis que un hombre pueda aprender de otro hombre cosa alguna… ¿No es cierto que todos vosotros escucháis este discurso? ¿Y cuántos se retirarán sin haber aprendido nada?… Es, pues, el Maestro interior el que instruye, es su inspiración la que instruye”. Cf. Jn. 6, 44 ss.; 14, 26.

1. Cf. 2, 23 y nota. Como Pablo al final de los capítulos 8 y 11 de su carta a los Romanos, Juan prorrumpe aquí en admiración ante el sumo prodigio obrado con nosotros por el Padre al igualarnos a su Hijo Unigénito. ¿No es cosa admirable que la envidiosa serpiente del paraíso contemple hoy, como castigo suyo, que se ha cumplido en verdad, por obra del Redentor divino, esa divinización del hombre, que fue precisamente lo que ella propuso a Eva, creyendo que mentía, para llevarla a la soberbia emulación del Creador? He aquí que –¡oh abismo!– la bondad sin límites del divino Padre halló el modo de hacer que aquel deseo insensato llegase a ser realidad. Y no ya sólo como castigo a la mentira de la serpiente, ni sólo como respuesta a aquella ambición de divinidad (que ¡ojalá fuese más frecuente ahora que es posible, y lícita, y santa!). No; Satanás quedó ciertamente confundido, y la ambición de Eva también es cierto que se realizará en los que formamos la Iglesia; pero la gloria de esa iniciativa no será de ellos, sino de aquel Padre inmenso, porque Él lo tenía así pensado desde toda la eternidad, según nos lo revela S. Pablo en el asombroso capítulo primero de los Efesios.

2. Él, gramaticalmente parece aludir a Dios (el Padre), pero en general se explica el pensamiento del Apóstol como referente “a la Parusía de Cristo, última fase de nuestra glorificación (Col. 3, 4)”, pues la Escritura no habla sino de nuestra asimilación al Hijo. Seremos semejantes, no porque el alma se hará tan capaz como Dios, pues eso es imposible, como dice S. Juan de la Cruz, imposible al alma en sí misma. Pero sí por participación, como Cuerpo Místico de Cristo que se unirá definitivamente a su divina Cabeza el día de su venida para las Bodas (Jn. 14, 3; Ap. 19, 6 ss.). Lo que S. Pablo dice en Ga. 2, 20, quedará consumado, no sólo místicamente, sino real y visiblemente. Véase 4, 17 y nota; cf. 1 Co. 13, 12; 2 Co. 3, 18; Ef. 1, 10; Flp. 3, 20 s. y notas.

3. He aquí el fruto de la virtud teologal de la esperanza. Cf. 2 Pe. 3, 11 ss. y nota; 1 Ts. 5, 8, etc.

4. La iniquidad es decir, la injusticia, pues le niega a Dios el amor a que tiene derecho quien todo nos lo ha dado. “El Nuevo Testamento entiende por iniquidad (anomía) el estado de hostilidad con Dios en que se encuentra quien rechaza los adelantos divinos hechos por Cristo a la humanidad. Es la pertenencia al diablo, jefe de este mundo, y la sumisión al mal” (Rigaux).

6. “Esto de que en Cristo no haya nada del pecado es un principio que puede servir de diagnóstico de las almas: puesto que la unión a Cristo preserva del pecado, todo desfallecimiento moral acusa una deficiencia de vida sobrenatural… El pecado denota al mismo tiempo una parálisis de nuestra comunión con Dios y una falla en el conocimiento de Cristo, ese conocimiento experimental que se derrama en caridad activa” (Pirot).

7. Como nadie podría tener luz solar sino tomada del sol, nadie puede tener justicia sino gracias al único Justo, “de cuya plenitud recibimos todo” (Jn. 1, 16).

8. Cf. 2, 29. Cf. v. 5; Jn. 8, 44.

9. Confirma el Apóstol lo dicho en el v. 6. El Padre nos ha engendrado con la Palabra de verdad (St. 1, 18). Esta palabra es la semilla que Dios ha puesto en nuestros corazones, para que germine y dé frutos de santidad. El que la conserva es preservado del pecado por la acción del Espíritu Santo. “Ni peca ni puede pecar mientras conserva la gracia del nuevo nacimiento que ha recibido de Dios” (S. Jerónimo). Véase 2, 4 y nota; 5, 18; Jn. 1, 12; Ga. 5, 6.

10. S. Agustín anota aquí elocuentemente: “Persígnense todos con la señal de la cruz de Cristo, respondan todos Amén, canten todos Alleluia, bautícense todos, entren a las iglesias, hagan las paredes de las basílicas: pero no se distinguirán los hijos de Dios de los hijos del diablo sino por el amor”.

11. Véase 2, 7 y nota; Jn. 13, 34.

12. La vida del justo es un constante reproche, que el malo no puede soportar y que da lugar a la envidia y a murmuraciones de los tibios (Jn. 7, 7; 15, 19; 17, 16). Así se explica el odio de las gentes mundanas, al cual se suma el clamor de los malos cristianos contra los fieles servidores de Cristo. Cf. Jn. 15, 18-27; 16, 1 ss.; 1 Pe. 4, 12; 3 Jn. 9 y nota, etc.

14 s. El que no ama se queda en la muerte: He aquí uno de esos grandes textos que como el de 1 Co. 13, 3 y tantos otros, presentan la esencia del misterio de la Redención. Dios nos redimió por amor (Ef. 2, 4 ss.) y puso también el amor como condición para aprovechar de aquel beneficio (v. 10 y nota), sin exceptuar el amor a los enemigos (Mt. 5, 44 y nota). “El día en que vuelvan los creyentes a familiarizarse con estas verdades fundamentales del espíritu –dice un predicador moderno– acabarán de comprender que nuestro Padre no pide nuestros favores sino nuestro corazón. Terminará entonces ese triste pragmatismo que a veces mide la religiosidad por los movimientos exteriores, que más de una vez no son sino expresiones de la vanidad humana. El amor es don del Espíritu Santo y no puede existir en quien no haya muerto el espíritu mundano. El mundo, dice Jesús, no puede recibir el Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce (Jn. 14, 17). El mundo no puede amar porque, como dice S. Juan, sólo se mueve por la carne, por la avaricia y por la soberbia” (2, 16).

15. Aquí vemos cuán grande es el peligro de ser homicida. “Que me quiten hasta los ojos, decía S. Vicente de Paul, hablando de sus detractores, con tal que me dejen el corazón para amarlos”. Cf. 4, 7 ss.

16. El Verbo Encarnado “nos demostró con su muerte cuán fuerte es el amor con que ama el Padre a las almas” (S. Francisco de Sales). Nuestros sentimientos deben modelarse sobre los del Verbo Divino. Véase el Sermón de la Montaña (Mt. caps. 5-7). Cf. Flp. 2, 5 ss.

17. Bienes de este mundo: “Es un error, dice S. Crisóstomo, creer que las cosas de la tierra son nuestras y nos pertenecen en propiedad. Nada nos pertenece; todo es de Dios, que es quien todo lo da”. Y no olvidemos que todo perecerá por el fuego (1 Co. 3, 13 ss.; 2 Pe. 3, 11 y nota).

18 s. Sobre este grave asunto, véase 2 Co. 8, 10; St. 2, 14-18 y notas.

20. Cualquiera sea (ho ti eán en vez de hoti eán): así también Pirot, el cual considera acertadamente inexplicable la sucesión de dos hoti. El sentido se aclara notablemente dándonos una admirable norma, muy joanea por cierto, de confianza en el perdón del Padre, que nos ama sabiéndonos miserables (Sal. 102, 13) y que sólo nos pide sinceridad en confesarnos pecadores (1, 8-10; Sal. 50, 6). Soberano remedio para escrupulosos, cuya explicación da el Apóstol en forma que no puede ser más sublime: porque Dios es más grande que nuestro corazón y su generosidad sobrepuja a cuanto podemos esperar (Os. 11, 8-9 y nota); y además lo sabe todo (Mt. 6, 8), de manera que ni siquiera necesitamos explicarle esos íntimos reproches del corazón.

21 s. Cf. 5, 14 y nota.

24. Conocemos que Él mora en nosotros: “Se refiere a una experiencia cristiana, única y específica, el sentimiento del Espíritu Santo presente en el alma. S. Pablo corrobora esta experiencia afirmando que hemos recibido un espíritu de filiación, el cual nos hace exclamar: Abba, Padre; el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm. 8, 14; Ga. 4. 6)” (Bonsirven).

1 s. S. Pablo nos da también esta sabia norma de libertad espiritual en 1 Ts. 5, 21; y más tarde, en 1 Co. 12, 2 ss., nos da elementos para usarla. Véase el ejemplo de los cristianos de Berea en Hch. 17, 11. Entre los pocos “Agrafa”, palabras del Señor no escritas, que se dicen conservadas fuera del Evangelio, hay una que traen muchos antiguos, desde Orígenes, repitiéndola como auténtica S. Crisóstomo y S. Jerónimo y que dice: “Sed probados cambistas”, o sea, sabed distinguir en materia espiritual la moneda auténtica de la adulterada. E1 sentido sería el mismo de este pasaje de S. Juan y de los citados de S. Pablo, como también de la advertencia de Jesús en Mt. 7, 15.

3. Cf. 2, 18 ss.

5. Cf. 2, 15 s.

6. Preciosa regla para el discernimiento del espíritu: los discípulos del Anticristo no quieren oír las palabras apostólicas. El que es de Dios escucha a sus heraldos. Véase Jn. 18, 37.

7. “En el nombre de Dios, que es amor, y en el de Cristo, que nos ha enseñado a vencer y a extinguir en el amor las devastadoras llamas de los odios y de las venganzas, no se cansen los corazones católicos de oponer a tantos males la cruzada de la caridad; y en el amor, más fuerte que la muerte, su devoción por la causa del bien reivindique el verdadero nombre de cristiano” (Pío XI).

8. Dios es amor: Hallamos aquí la más alta definición de Dios. El Padre es el Amor infinito, el Hijo es el Verbo Amor, la Palabra de Amor del Padre (Jn. 17, 26), unidos Ambos por el divino Espíritu de Amor. El Padre siendo el Amor es lo contrario al egoísmo, es decir, algo que difícilmente imaginamos sin honda meditación espiritual. Porque solemos imaginarlo como el infinito omnipotente vuelto hacia Sí mismo, contemplándose y amándose por no existir nada más digno de ello que Él mismo. Pero olvidamos que el Padre tiene un Hijo, eterno como Él, y que su amor está puesto en Él, de modo que el amor infinito, que es la sustancia del Padre, no se detiene en Sí mismo, en su Persona, sino que sale hacia Jesús, y en Él hacia nosotros.

9. Véase Jn. 1, 4; 3, 16.

10. Dios no nos amó por méritos o atractivos nuestros, ni siquiera porque nosotros nos hubiésemos arrepentido de nuestros pecados, sino que Él se adelantó a ofrecernos la gracia para que pudiéramos arrepentirnos: “La causa meritoria de nuestra justificación, declara el Concilio de Trento, es el Hijo Unigénito de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos, movido del excesivo amor con que nos amó, por su santísima Pasión en el leño de la Cruz nos mereció la justificación y satisfizo por nosotros a Dios Padre” (Denz. 799). Cf. Rm. 5, 10; 11, 35; Ef. 2, 4; Col. 2, 14.

11. He aquí el supremo fundamento para el amor paterno (¿o fraterno?). Véase v. 19; Jn. 15, 2 y su sanción en Mt. 7, 2 y nota.

12 s. Es decir, que la caridad para con el prójimo nos proporciona una piedra de toque sobre el estado de nuestra amistad con Dios (cf. v. 20). La explicación está en el v. 13: si estamos con Dios Él nos da su propio Espíritu, que es todo amor (v. 8).

16. Permanecer en el amor no significa (como muchos pensarán), permanecer amando, sino sintiéndose amado, según vemos al principio de este v.: hemos creído en ese amor. S. Juan que acaba de revelarnos que Dios nos amó primero (v. 10), nos confirma ahora esa verdad con las propias palabras de Jesús que el mismo Juan nos conservó en su Evangelio. “Permaneced en mi amor” (Jn. 15, 9). También allí nos muestra el Salvador este sentido inequívoco de sus palabras, admitido por todos los intérpretes: no quiere Él decir: permaneced amándome, sino que dice: Yo os amo como Mi Padre me ama a Mí; permaneced en mi amor, es decir, en este amor que os tengo y que ahora os declaro (cf. Ef. 3, 17 y nota), que aquí descubrimos es, sin duda alguna, la más grande y eficaz de todas las luces que puede tener un hombre para la vida espiritual, como lo expresa muy bien S. Tomás diciendo: “Nada es más adecuado para mover al amor, que la conciencia que se tiene de ser amado” (cf. Os. 2, 23 y nota). No se me pide, pues, que yo ame directamente, sino que yo crea que soy amado. ¿y qué puede haber más agradable que ser amado? ¿No es eso lo que más busca y necesita el corazón del hombre? lo asombroso es que el creer, el creerse que Dios nos ama, no sea una insolencia, una audacia pecaminosa y soberbia, sino que Dios nos pida esa creencia tan audaz, y aun nos la indique como la más alta virtud. Feliz el que recoja esta incomparable perla espiritual que el divino Espíritu nos ofrece por boca del discípulo amado; donde hay alguien que se cree amado por Dios, allí está Él, pues que Él es ese mismo amor. La liturgia del jueves Santo (lavatorio de los pies) aplica acertadamente este concepto a la caridad fraterna, diciendo: “Donde hay caridad y amor, allí está Dios”, lo cual también es exacto porque ambos amores son inseparables (v. 20-21), y Jesús dijo también que Él está en medio de los que se reúnen en su Nombre (Mt. 18, 20). Fácil es por lo demás explicarse la indivisibilidad de ambos amores si se piensa que yo no puedo dejar de tener sentimientos de caridad y misericordia en mi corazón mientras estoy creyendo que Dios me ama hasta perdonarme toda mi vida y dar por mí su Hijo para que yo pueda ser tan glorioso como Él. Por eso es que no podría decirse “peca fuerte y cree más fuerte”, según la célebre fórmula, pues cuando pecamos lo primero que falla es la fe (cf. 5, 4; 1 Pe. 5, 9).

17. Tal como es Él somos también nosotros: Se ha buscado muchas explicaciones a estas palabras a primera vista sorprendentes. El sentido, sin embargo, es sencillo según el contexto: Él es amor y por lo tanto, si nosotros permanecemos en el amor (v. 16) somos como Él, puesto que hacemos lo mismo que Él. En igual sentido dice Jesús: “Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48); y “sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre” (Lc. 6, 36). Así también aquí, habiéndonos mostrado (de muchos modos desde el v. 9) cómo el Padre es amante, se nos dice luego: sed amantes como es Él, y entonces seréis semejantes a Él aún desde este mundo, puesto que haréis lo mismo que Él hace: amar. Y en tal caso claro está que el amor en nosotros es perfecto en todo sentido como lo anticipó el v. 12: perfecto en cuanto a Él, porque en la mutua permanencia (v. 13) nos da Él la plenitud de su santo Espíritu que es quien derrama en nosotros su caridad (Rm. 5, 5); y perfecto en sí mismo, pues como vimos, se inspira en el modelo sumo del amor y de la misericordia (cf. Ef. 2, 4 y nota). Y entonces claro es también que tenemos confianza segura en el día del juicio, pues ese pleno amor excluye el miedo (v. 18) y ya se dijo que “si el corazón no nos reprocha, tenemos confianza delante de Dios” (3, 21), Por donde vemos la dependencia entre la caridad y la esperanza, que de ella viene (cf. 3, 3 y nota; Lc. 21, 28 y 36). En otro sentido puede también decirse que somos ya desde ahora semejantes a Cristo nuestro hermano, puesto que, si nos hemos “revestido del hombre nuevo en la justicia y santidad que viene de la verdad” (Ef. 4, 24), el Padre nos ha reservado ya un asiento a su diestra en lo más alto de los cielos (Ef. 2, 6), de modo que nuestra verdadera morada es el cielo (Fil. 3, 20) y nuestra vida está escondida en Dios con Cristo (Col. 3, 1-3). Sólo esperamos el día en que cese el provisorio estado actual en este siglo malo (Ga. 1, 4) y aparezca la realidad de nuestra posición. Tal es lo que Juan nos dijo en 3, 2, y S. Pablo en Col. 3, 4 y Fil. 3, 21. Es como si un hijo que está en la guerra recibiese cartas de su padre el Rey sobre el modo cómo le ha preparado un cuarto precioso en el hogar. El cuarto ya es suyo y sólo espera con ansia que termine aquella guerra larga y cruel; pues ¿cómo podría amar ese destierro que le impide tomar posesión de su casa? (Sal. 119, 5). Bien se explica así que los que viven tan prodigiosa expectativa se consideren aquí abajo como “separados” (Jn. 17, 16) y aun odiados (Jn. 17, 14; 15, 18 s.; Lc. 6, 22 ss.), pues ya vimos que el amor del mundo excluye de este banquete (2, 15-17). Cf. Lc. 14, 24; Jn. 14, 30 y nota.

18. El amor perfecto echa fuero el temor: Vemos así claramente que ese temor de Dios, de que tan a menudo habla la Sagrada Escritura no puede ser el miedo, porque si éste es excluido por el amor, resulta evidente que si tenemos miedo es porque no tenemos amor, y en tal caso nada valen nuestras obras (cf. 1 Co. 13). El temer a Dios está usado en la Biblia como sinónimo de reverenciarlo y no prescindir de Él; de tomarlo en cuenta para confiar y esperar en Él; de no olvidarse de que Él es la suprema Realidad. “Soy Yo, no temáis… ¿por qué teméis?… no se turbe vuestro corazón; la paz sea con vosotros; os doy la paz mía”. ¿Puede ser éste el lenguaje del miedo? Cf. Sal. 85, 11; 110, 10 y notas. Hay, sin embargo, un temor y temblor de que habla S. Pablo, pero no por falta de confianza en Dios, sino en nosotros mismos (Fil. 2, 12), “porque es Él quien obra en nosotros, tanto el querer como el obrar (Fil. 2, 13). El soberbio, el que se cree capaz de salvarse por sus propios méritos, ése debe temblar y temer, más aún que a los que matan el cuerpo, al Amor despreciado de un Dios que “puede perder cuerpo y alma en la gehena” (Mt. 10, 28). Cf. Ct. 8, 6 y nota.

19. “De todas las invitaciones a amar, la más poderosa es la de prevenir amando… He aquí, pues, por qué vino principalmente Cristo: a fin de que el hombre aprenda basta qué punto es amado de Dios y que, habiendo aprendido, se inflame de amor hacia Aquel de quien ha sido eternamente amado” (S. Agustín).

1. “Por la fe creemos en el amor infinito del Padre, mas no llegamos a ser verdaderamente sus hijos, sino en la medida en que esta creencia transforma toda nuestra alma para hacerla vivir de la divina vida del Padre, que es amor” (Guerry).

2. Esta es la prueba inversa de la que vimos en 4, 12 y nota. Y es anterior a aquélla, pues claro está que nuestro amor al prójimo procede de nuestro amor a Dios y no esto de aquello; así como el amor que tenemos a Dios procede a su vez del amor con que Él nos ama y por el cual nos da su propio Espíritu que nos capacita para amarlo a Él y amar al prójimo (4, 13 y 16; Rm. 5, 5).

4 s. Cf. 1 Pe. 5, donde se nos muestra que también a Satanás lo venceremos por la fe. Cf. 2, 13 s.

6 ss. El que vino (ha elthón) equivalente de “el que viene” (ho erjómenos). Cf. Hb. 10, 37 y nota; 2 Jn. 7. A través (diá) de agua y de sangre: algunos pocos más añaden y espíritu, pero es sin duda un error de copista (repetición de esa palabra que viene más adelante) y no está en la Vulgata ni en los modernos (cf. Bonsirven, Pirot, etc.), pues el agua y la sangre son dos pruebas exteriores para creer tanto en la realidad humana de Cristo cuanto en la divinidad de su Persona de “engendrado de Dios” (v. 1). En el bautismo que Él recibió de Juan santificando el agua, una voz celestial lo proclamó Hijo de Dios (Mt. 3, 13 ss.; cf. Jn. 1, 31-34). Y con el otro bautismo de su sangre (Lc. 12, 50), Jesús fue el gran mártir, (es decir, testigo), que dio en la Cruz el máximo testimonio de la verdad de todo cuanto afirmara (Jn. 10, 11 y nota), al punto de que arrancó a los asistentes la confesión de Mt. 27, 54; “Verdaderamente Hijo de Dios era éste”. En igual sentido dice Tertuliano que nos hizo “llamados, por el agua; y escogidos, por la sangre”, pues con el Bautismo empezó la predicación del Evangelio y con su Muerte consumó la Redención, aun para los que no habían escuchado su Palabra (Lc. 23, 34). Fillion estima poco probable que haya en este v. una referencia a Jn. 19, 34, pues allí las palabras sangre y agua están en orden inverso que aquí. Añade que “no es posible ver en esto, como diversos comentadores, una alusión directa a la institución de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, pues él segundo estaría imperfectamente representado por las palabras “y la sangre”, sin contar que se trata aquí de hechos que conciernen personalmente al Salvador”. Y el Espíritu, etc.: con su Muerte Jesús nos ganó el Espíritu (Jn. 14, 26; 16, 13). Y como el Espíritu es la verdad, nos da testimonio de ella (2, 20 y 27; 3, 24; 4, 2; Jn. 15, 26; Hch. 5, 32; Rm. 2, 15: 8, 16) y ese testimonio divino es superior al de los hombres (v. 8; Hch. 4, 19; 5, 29). Así es como “los tres concuerdan” (v. 8).

7. Lo que va entre corchetes no está en el antiguo texto griego y falta igualmente en muchos mg. latinos, habiendo sido muy discutida su autenticidad con el nombre de comma johanneum. Hoy “casi todos los autores, aun los católicos, niegan que haya sido escrito por el Apóstol S. Juan” (P. Hoepfl) y algunos lo consideran agregado por Prisciliano (año 380) que habría fundado en él su herejía unitaria. El controvertido pasaje fue finalmente objeto de dos resoluciones del Magisterio eclesiástico que refiere así el P. Bonsirven: “El 13 de enero de 1897 la Sagrada Congregación de la Inquisición había declarado, en un decreto confirmado el 15 por León XIII, que no se podía negar ni poner en duda que 1 Jn. 5, 7 sea auténtico. Muchos autores explicaron que el decreto no tenía más valor que un valor disciplinario que prohibía tachar caprichosamente de la Biblia el texto controvertido. El 2 de junio de 1927 el Santo Oficio aseguraba que el decreto sólo había sido dado para oponerse “a la audacia de los doctores privados que se atribuyen el derecho de rechazar la autenticidad del comma johanneum o en último análisis al menos ponerlo en duda, pero que en manera alguna quería impedir a los escritores católicos que investigasen más ampliamente la cuestión y que, ponderados los argumentos con la moderación y templanza que la gravedad del asunto requiere, se inclinaran a la sentencia contraria a la autenticidad con tal que mostrasen estar dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia a la cual fue confiado por Jesucristo no sólo el don de interpretar las Sagradas Letras sino también de custodiarlas fielmente” (Ench. Bibl. 120 s.; Denz. 2198). Desde otro punto de vista es de observar que el testimonio de las tres divinas Personas está implícitamente comprendido en el del agua y de la sangre y del Espíritu, pues, como vimos en la nota del v. 6 en la primera dio testimonio el Padre y en la segunda el mismo Hijo (cf. Jn. 8, 18), después de cuya Muerte y Ascensión el que da testimonio es el Espíritu (cf. Jn. 7, 39).

9. Es éste uno de los mayores fundamentos para ser devoto de las Sagradas Escrituras. Cf. Jn. 5, 32; Hch. 17, 11 y nota.

12. Cf. v. 20; 4, 9 y nota; Jn. 1, 4.

14 s. No podemos pedir nada mejor que el cumplimiento de la voluntad de Dios en nosotros y por medio de nosotros. Jesús nos enseñó a hacerlo en el Padrenuestro. Porque la voluntad de Dios es toda amor: quiere para todos y para cada uno de nosotros el mayor bien, incomparablemente mejor de cuanto podríamos desear nosotros mismos. De ahí que su amor le impida acceder cuando le pedimos lo que no nos conviene. Cf. 3, 21 s. El Sal. 36, 4 expresa ya el concepto de este v. al decir: “Cifra tus delicias en el Señor y te dará cuanto desea tu corazón”.

16. Los vv. 14 y 15 preparan el ánimo para recibir esta promesa extraordinaria, que debe colmar de gozo principalmente a los padres de familia. Lo que en la santa Unción de enfermos se promete respecto al cuerpo –“y la oración de la fe sanará ad enfermo” (St. 5, 14 s.)– se promete aquí respecto al alma de aquel por quien oremos. Y no es ya solamente como en St. 5, 15, en que se le perdonará si tiene pecados sino que se le dará vida, es decir, conversión además del perdón. Es la esperanza de poder salvar, por la oración, el alma que amamos, como santa Mónica obtuvo la conversión de su hijo Agustín; como a la oración de Esteban siguió la conversión de Pablo (Hch. 8, 3 y nota); como Dios perdonó a los malos amigos de Job por la oración de éste (Jb. 42, 8 y nota), En cuanto al pecado de muerte, no es lo que hoy se entiende por pecado mortal, sino la apostasía (2, 18 y nota; Hb. 6, 4 ss.; 10, 26 ss.; 1 Pe. 2, 1 ss.), el pecado contra el Espíritu Santo (Mc. 3, 29). En tal hipótesis no habríamos de querer ser más caritativos que Dios y hemos de desear que se cumpla en todo su voluntad con esa alma, pues sabemos que Él la ama y la desea mucho más que nosotros y porque nuestro amor por Él ha de ser “sobre todas las cosas” y nuestra fidelidad ha de llegar si es preciso, a “odiar” a nuestros padres y a nuestros hijos, como dice Jesús (Lc. 14, 26 y nota).

19. Esta bajo el Maligno: Cf. Jn. 14, 30. La gran obra de misericordia del Padre, dice S. Pablo, consiste en sacarnos de esa potestad para trasladarnos al reino del Hijo de su amor (Col. 1, 13). Esto sucede a los que se revisten del hombre nuevo mediente el conocimiento íntimo de Cristo (Col. 3, 9 s.), dejando al hombre viejo que yacía bajo el Maligno. Porque el conocimiento de Cristo buscado con sinceridad es para el hombre una iluminación sobre la verdad del Padre (v. 20). “Creía conocer a Cristo desde la infancia, mas cuando lo estudié en las Escrituras vi, con inmensa sorpresa, que había hecho un descubrimiento nuevo, el único que siempre puede llamarse descubrimiento, porque cada día nos revela, en sus palabras, nuevos aspectos de su sabiduría. Esta nunca se agota, y nosotros nunca nos saciamos de penetrarla” (Mons. Keppler).

20. Hacernos conocer al verdadero Dios es la obra que Cristo proclama suya por excelencia (Lc. 24, 45; Jn. 1, 18; 7, 16 s.; 15, 15; 17, 26; Hb. 1, 1 ss. etc. “De la venida en carne del Hijo de Dios y la revelación de su Evangelio se sigue para nosotros el don de la sabiduría cristiana: diánoia es la aptitud para discernir, para penetrar, es la sagacidad sobrenatural” (Pirot). Cf. 2, 27 y nota. Y además de ésta, que a nadie es negada para sí mismo (St. 1, 5), se da también, a los que son pequeños (Lc. 10, 21), otra especial “para utilidad de los demás” (1 Co. 12, 7 ss.), según la medida de la donación de Cristo (Ef. 4, 7 y 11 ss.; Rm. 12, 6 ss.). “Nada es comparable al conocimiento de Dios, dice S. Agustín, porque nada hace tan feliz. Este conocimiento es la misma bienaventuranza”.

21. Pirot hace notar que este final, aparentemente desconectado, se explica bien, tanto por el contexto cuanto por las Epístolas paulinas y el Apocalipsis (y no menos por 2 Pe. 2 y Judas), donde se ve que los cristianos venidos del paganismo tendían a conservar, en forma de ceremonias cultuales (1 Co. 10, 20 s. y también Hb. 13, 9), ciertas prácticas y aún misterios de las antiguas religiones, que los falsos doctores o anticristos toleraban sin duda y con los cuales se producía “una disimulada reinfiltración del paganismo bajo forma de sincretismo”.